Unos terroristas degollaron a pastores delante de mis ojos
«Salí de Mali el día que vi como unos terroristas degollaban a pastores delante de mis ojos«, suelta Damba nada más comenzar la entrevista. Nació hace 26 años en Kai, en la región de Sikasso, al sureste de Mali, una zona que hace frontera con Burkina Faso y Costa de Marfil. El joven está sentado sobre el tronco de un árbol a las afueras del campamento de Las Raíces, en Tenerife. A su derecha, se ven las carpas dónde se alojan y a los agentes de seguridad que custodian la entrada al recinto, y a su izquierda, un bosque de eucaliptos y pistas agrícolas. Se escucha un murmullo constante de jóvenes que entran y salen mientras conversan en las múltiples lenguas africanas. Hay personas que vienen de Senegal, Guinea-Conakri o Mauritania. A menudo un avión sobrevuela el cielo, ya que el aeropuerto Norte de Tenerife está a escasos kilómetros.
En pleno otoño, la vegetación desnuda le recuerda a su vida de pastor en Mali. «No conocí nunca a mi padre, ni tengo ningún recuerdo de mi madre», cuenta Damba. Sus maestros han sido otros pastores y, desde pequeño, se ha ganado la vida lidiando con el ganado. Conoce la textura de su tierra al dedillo y su brújula han sido los astros. Desde los cinco años se ha dedicado a cuidar del ganado de otros, y le pagaban 5.000 francos CFA (unos 7,50 euros) al mes. Este nómada se recorrió el país en busca de vegetación y persiguiendo las lluvias se instaló en el norte. Una zona dónde el yihadismo lleva más de una década amenazando la vida, que convive con las violencias intercomunitarias. La inestabilidad ha dejado a miles de combatientes y civiles muertos, así como millones de desplazados. Además, se ha extendido al centro de Malí y a los vecinos Burkina Faso y Níger, que a su vez fueron escenario de golpes militares en 2022 y 2023.
«Teníamos una vida muy sencilla», dice con algo de nostalgia. Recuerda que vivían al día «gracias al ganado» y con lo que les brindaba la tierra. Pero en los últimos años esa misma tierra era cada vez menos generosa, más austera y pobre por las consecuencias del cambio climático.
No recuerda el mes, pero no olvidará nunca la escena que en 2013 marcó su vida: estaba desayunando con otros pastores cuando irrumpió en la zona un grupo de hombres armados. Lo recuerda como una mañana «caótica», con «mucha violencia» y «gritos». «Unos terroristas degollaron a otros pastores delante de mí», asegura en un tono pausado. No sabe cómo lo hizo, pero empezó «a correr, a correr, a correr mucho, muchísimo». «Corrí tres días hasta llegar a Mauritania», confiesa. Tras un momento de silencio se pregunta «qué estará pasando ahora en Mali».
“Damba: «Corrí tres días hasta llegar a Mauritania»“
Violencia, corrupción y cambio climático
Un año antes, en 2012, estalló la guerra de Malí, cuando los rebeldes tuaregs y los grupos yihadistas se alzaron en armas en el norte del país. «La inestabilidad incluso se remonta a los tiempos de Al Qaeda en el 2000. A eso «se sumó la inseguridad que reinó en toda la región con el comienzo de la guerra en Libia, además de los efectos del cambio climático, la falta de servicios públicos y la no redistribución de la riqueza», asegura Viviane Ogou Corbi, analista de la geopolítica del Sahel y consultora en asuntos de juventud, migración y seguridad euroafricana, que explica que la población vivía «en su mayoría con recursos muy limitados».
Una crisis que se ha intensificado en los últimos dos años y a la que se suma la expulsión de Francia del país. «Desde 2011 a 2015 las operaciones militares mantuvieron el yihadismo estable, pero desde entonces cada año se incrementa la violencia de forma exponencial y ahora estamos en un momento muy crítico«, añade la analista. A las consecuencias de la guerra, se sumó en agosto de 2020 un golpe de Estado militar en contra del entonces presidente Ibrahim Boubacar Keita, un hecho que puso fin a ocho años de estabilidad política, causando un efecto dominó a lo largo de la región. La llegada al poder de los generales ha traído más aislamiento regional e internacional. «La junta militar intenta sostener la gobernanza, pero también generan persecución», concluye Ogou Corbi.
«Me podían haber matado a mí también»
Damba solo quería huir de Mali. «Me podían haber matado a mí también», dice al tiempo que confiesa que está «solo en la faz de la tierra» y no tiene a nadie en su país. Estuvo casi 11 años malviviendo «en la calle» en Nuadibú, la capital de Mauritania. En las ciudades grandes no necesitan pastores, pero Damba, que habla perfectamente el dialecto mauritano Hasanía, trabajó en la construcción, lavaba ropa en casas o fregaba en restaurantes. «Logré ser ayudante de cocina en un hotel», reconoce orgulloso. Aun así, su vida siguió siendo precaria y sufrió racismo.
Un día, en las playas de Mauritania, se abrió un horizonte ante sus ojos. Estaba jugando al futbol en la orilla y vio un cayuco lleno que salía para las Islas Canarias. Logró que le dejaran subir. «No tenía dinero, no tenía nada, pero me dejaron subir y a mi amigo Omar también», señala.
Omar tiene 19 años y habla un árabe clásico perfecto. También es huérfano de madre y padre, pero tiene siete hermanos. Vivía en Bamako con su hermano mayor. «Él ha sido mi maestro. Me ha cuidado toda la vida y me ha enseñado a leer, escribir y otros idiomas», dice. Su hermano aún no sabe que está en España porque no ha podido comunicarse con él. «Tenía su número apuntado, pero en la travesía todos los papeles se han mojado y el móvil se me estropeó», cuenta.
“Omar: «El país vive inmerso en una crisis en la que los jóvenes no tenemos futuro»“
Omar, que quiere estudiar en una escuela porque solo sabe lo que le enseñó su hermano, no conoció directamente el conflicto en Malí, pero sí sus consecuencias para la población. «El país vive inmerso en una crisis en la que los jóvenes no tenemos futuro», asegura. Mientras responde, coge el teléfono de uno de sus compañeros y entra en una página en Facebook que muestra noticias que llegan desde Mali y hacen referencia a «muchos problemas políticos».
Cruzar el desierto: «Muchos compañeros no sobrevivieron»
La inestabilidad que estos jóvenes describen se extiende por todo el Sahel. Los distintos golpes de Estado están siendo un punto de inflexión en una región que está a la cola del Índice de Desarrollo Humano. «El avance del desierto está dificultado a las comunidades sostener a su población, hay problemas de propiedad de la tierra, los movimientos migratorios… y todo en un contexto dónde faltan estructuras de Justicia«, explica Ogou Corbi.
“Brahim: «Ahorré todo lo que pude, cogí un cayuco y ahora ya estoy aquí»“
La mayoría de las personas que buscan refugio en la región se quedan en el continente negro. De un año a otro, los números aumentan a toda velocidad: en julio de 2023 había 13,7 millones de refugiados y desplazados internos en África occidental y central, mientras hace cinco años la cifra era de 6,5 millones. En el caso de Mali se calcula que casi 400.000 personas han tenido que abandonar sus hogares para buscar refugio dentro del propio país. Además, 7,1 millones de personas necesitan ayuda humanitaria y 1,4 se encuentran en situación grave de inseguridad alimentaria.
Este año en España se han registrado 7.821 solicitudes de asilo de personas procedentes de Mali, situándose como el cuarto país de origen de ciudadanos que buscan refugio en España, por detrás de Venezuela, Colombia y Perú. Según datos del Ministerio del Interior, la tasa de protección está en un 97,80% de las solicitudes resueltas.
Brahim, de 24 años, no asiente ni desmiente a sus compañeros. Hizo otra ruta y no habla el dialecto árabe. Nació en la capital y coincide con que su país no levanta cabeza. Él comenzó su ruta migratoria en 2016 con 16 años, un periplo de ocho años. «Me fui al norte en autobús, sabía que el trayecto era peligroso, llegué a Argelia y de ahí entré a Marruecos», resume. No quiere detenerse en una travesía por el desierto llena de obstáculos. Solo explica que había «mucha violencia, mucha hambre y mucha sed» y que «muchos compañeros no sobrevivieron». En Argelia se enfrentó a mucho racismo, le detuvieron y le expulsaron a Níger. Volvió a entrar por Argelia y logró cruzar a Marruecos. Trabajó en la recogida de tomate. «Había días que nos pagaban y otros que no», dice con sarcasmo. «Ahorré todo lo que pude, cogí un cayuco y ahora ya estoy aquí», dice aliviado.
*Damba, Brahim y Omar son nombres ficticios para proteger a la identidad de los entrevistados.