sobrevivir en la ciudad durante este año
Sus ojos verdes llevan un año contemplando las peores escenas de la destrucción en Gaza. El estruendo de las bombas se ha impuesto como la banda sonora de una rutina en la que no caben las carcajadas de los niños. Ya no recuerda el olor a incienso, tan habitual en las bulliciosas calles de su ciudad, el de la muerte lo ha sustituido para siempre. Las tripas le rugen a menudo para recordarle que tiene hambre. El gusto, como otros sentidos, ha quedado anestesiado, come lo que consigue. Nadie se ha preocupado por sus necesidades más íntimas en los días que tiene la regla. No hay agua suficiente, ni una noche de sueño sosegado. No hay nada, solo quedan unas manos empeñadas en reconstruir un futuro roto, el futuro de una infancia que Nurhan Mahmud Al Farrah se afana por mantener con vida.
Esta maestra de 29 años, madre soltera de una niña de siete años, no ha dejado de impartir clases. «Todo el trabajo que hacemos es voluntario. Ahora no tenemos ningún tipo de salario o incentivo, pero antes de la guerra, sí», dice al otro lado del teléfono. El «antes de la guerra» es una comparativa constante en una conversación que se interrumpe una y otra vez por la inestabilidad de las telecomunicaciones en el enclave palestino. «El 7 de octubre llevé a la niña a su colegio y de camino al trabajo escuché el ruido de misiles. Quise saber qué era lo que estaba pasando y resulta que estaba comenzando una guerra. Cerraron todas las escuelas y mi vida dio un vuelco», relata.
Semanas después, el centro escolar en el que trabajaba fue bombardeado y a ella la expulsaron de su casa cuando la guerra llegó a Jan Yunis. «En este año me he desplazado nueve veces. Salimos de Jan Yunis y volvimos cuando se suponía que se habían retirado las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), pero volvieron y en estos días mi calle sigue siendo un campo de batalla», añade. Lleva cuatro meses viviendo en una habitación con destrozos, sin aseo, ni cocina.
Al principio se vio obligada a dejar su trabajo, pero allá donde se desplazaba aprovechaba para enseñar a los niños. Nunca se ha separado de los libros de Matemáticas y Lengua. A la vuelta a Jan Yunis, junto con otros compañeros, montaron una jaima colindante con la misma escuela en la que daban clases antes de la guerra. «La idea es que los niños que vuelvan, puedan encontrarnos». Los caminos se han diluido entre los escombros. Las carreteras están completamente enterradas, el transporte es caro y los pocos coches o carros tirados por burros van repletos. Para Nurhan llegar es un desafío diario. «Me da rabia llegar tarde, tardo una hora en hacer un trayecto de 15 minutos, pero intento no desesperarme. No quiero dejar las clases. No queremos una generación de analfabetos», zanja. La llamada se corta.
Al rato manda un mensaje indicando que cree que puede reemprender la conversación. «Es difícil resumir un año», dice y se emociona al recordar cómo fue el reencuentro con algunos de sus antiguos alumnos. «Le pregunté a Siham qué tal estaba su mamá y me respondió que había muerto. Su forma de contarlo me dolió en el alma. Otro niño, Judy, me abrazó muy fuerte y me dijo que me había echado mucho de menos», su voz se quiebra de nuevo pero esta vez no es por la mala conexión. Respira profundo y recupera el aliento. Recuerda cómo las escuelas fueron objetivo del Ejército: «Me duele el corazón porque la educación es un derecho fundamental. Mi hija, cuya escuela ha sido bombardeada, me dice que no quiere ir al cole porque les van a matar. Los niños están traumatizados».
“Mi hija, cuya escuela ha sido bombardeada, me dice que no quiere ir al cole porque les van a matar“
Oficialmente, todas las escuelas permanecen cerradas. Sin embargo y contra todo pronóstico, muchos niños «estaban deseando volver a un aula», la mayoría estaban exhaustos por el ambiente de la guerra, por tener que hacer recados para buscar comida o traer agua. Le sorprendió el entusiasmo que desató la «reanudación» informal del curso escolar. En las primeras clases de septiembre les pidió que dibujaran para expresar sus sentimientos y desahogarse, ahora les permite dedicar tiempo al juego porque su objetivo es que vuelvan a sentirse niños en este difícil contexto. «Ahora priorizo más la salud mental sobre el ámbito estrictamente académico». Tiene claro que sus alumnos son la generación del mañana y que «cosecharemos lo que sembremos». «Es importante que sea una generación que brille: educada y exitosa». Pese a la bóveda gris y contaminada que cubre el cielo de Gaza.
Experta en agua: «Preferí trabajar en todo este tiempo»
Naciones Unidas ha denunciado a lo largo de este año que en Gaza se han violado las más elementales normas internacionales de la guerra. Nadie ha estado a salvo. Ni trabajadores humanitarios, ni hospitales, ni escuelas. «Estamos viviendo un sufrimiento colectivo», narra Roba Daour, responsable de Agua, Saneamiento e Higiene (WASH) de Oxfam Intermón dentro de la Franja de Gaza. No es capaz de hablar en singular. Lleva desde 2018 trabajando con la organización internacional, colaborando en la construcción de instalaciones de saneamiento de aguas. Infraestructuras esenciales de abastecimiento de agua y plantas eléctricas, destrozadas desde las primeras semanas de la ofensiva israelí. No es la primera guerra que padece esta mujer en una Gaza, ahora arrasada pero a sus 34 años está segura de que lo de ahora no «tiene precedentes».
Daour es madre de dos niños. Hasta hace un año su vida era normal. «Entre semana trabajaba, por las tardes ayudaba a mis hijos con los deberes, los fines de semana en Gaza no había mucho ocio, pero nos encantaba ir al mar. Y es que vivimos atrapados, sin poder viajar, desde 2007», relata en pasado. Insiste en la necesidad de no olvidar que la Franja ya sufría una situación de bloqueo por tierra, mar y aire desde antes de los atentados perpetrados por Hamás en los que fueron asesinados unos 1.200 israelíes y secuestrados otros 250.
Tiene un tono firme, su voz no se quiebra, es muy rigurosa con cada detalle y atiende la llamada mientras de fondo se escucha a sus hijos jugando. Les pide varias veces que no entren en la habitación desde la que habla. No le gustaría que revivieran los horrores de una pesadilla que no se acaba. «¿Te imaginas que de pronto tu casa tiembla y los cristales se rompen? ¿Y de pronto todo se convierte en humo, fuego y gritos?«, recuerda así los primeros instantes de los bombardeos. Vivía en un edificio de siete plantas y desde siempre le había preocupado quedarse bajo los escombros si pasara algo.
«Comienzan los ataques y una crisis humanitaria. El suministro de agua ha estado en peligro desde el minuto cero, problemas con las aguas residuales y la basura», argumenta. Se puso manos a la obra con el resto del equipo de la WASH dentro y fuera de la Franja e intentó quedarse en la ciudad de Gaza. Sin embargo, las fuerzas armadas israelíes decidieron su destino: «Vinieron a por nosotros. Nos confinaron», dice. Se abrazaban, mientras escuchaban los impactos de los proyectiles, mientras el sonido de los misiles se intensificaba, aparecieron cinturones cortafuegos y gas y de repente, de pronto, reventó la puerta de casa y entraron una veintena de soldados israelíes. «Fue una de las noches más difíciles de mi vida», afirma.
“Se llevaron a todos los hombres de la familia y a las mujeres nos tomaron como rehenes durante un día. Nos obligaron a ir a la planta baja de una escuela para investigarnos. Preguntaban por qué no nos habíamos marchado, les indicamos que no éramos más que civiles en nuestros hogares. Había gente mayor y niños”, relata sin respirar la crónica de sus peores días de la guerra. «Esa misma noche desplegaron a sus soldados en la escuela, nos pusieron en fila para hacer un tour y ver a los hombres atados, ver todas las armas y la escuela bombardeada«, añade.
“Esa misma noche desplegaron sus soldados en la escuela, nos pusieron en fila para hacer un tour y ver a los hombres atados, ver todas las armas y la escuela bombardeada“
Al día siguiente les ordenaron ir hacia el sur. Daour estuvo una semana sin noticias sobre el paradero de su marido. Emergencia personal en el transcurso de estos episodios puntuales, unida a la permanente emergencia humanitaria que nunca ha dejado de preocuparla a causa de su trabajo, especialmente a la situación del agua. «El problema de las duchas y el saneamiento es uno de los primeros que aparecieron. Tuvimos que instalar muchos baños temporales. Es una necesidad diaria básica», explica la coordinadora de Oxfam Intermón. «Todos hemos intentado contribuir para llegar a las personas que más lo necesitan», asegura. «Preferí trabajar todo este tiempo e intentar aportar», añade.
Recuerda que Israel suele emplear el suministro de agua como arma de guerra, tal y como denuncia el informe Water War Crimes (Crímenes de guerra de agua) de Oxfam Intermón. Documentan las tácticas israelíes basadas en los cortes en el suministro de agua, la destrucción sistemática de las instalaciones hídricas y «el bloqueo deliberado de la ayuda humanitaria, lo que ha reducido en un 94% la cantidad de agua que llega a Gaza, hasta los 4,74 litros por persona y día, poco menos de la tercera parte de la cantidad mínima recomendada en situaciones de emergencia y menos que la descarga de agua de una cisterna del váter».
Psicóloga: «Los pensamientos el suicidio han aumentado»
«No he dejado ni un día de trabajar», comienza su relato la psicóloga de Médicos Sin Fronteras en Gaza, Amina Mohammed Al-Qara. Es madre de cuatro hijos y se ha desplazado hasta 14 veces en lo que va de ofensiva israelí sobre Gaza. «Desplazarse no es fácil y es agotador», aclara en una llamada telefónica desde la Franja. Cada vez que los bombardeos les expulsan, incluso de las zonas declaradas como «seguras», tienen que volver a cargar con las pocas pertenencias que les quedan, con los más pequeños en brazos y buscar un lugar medianamente seguro en el que instalar un hogar temporal. Ella vivía en el norte del territorio, los primeros días huyó a Jan Yunis. Encontró refugio en una escuela cerca del hospital Naseer, pero en menos de un mes vio con sus propios ojos cómo entraban los tanques de Tel Aviv y «disparaban indiscriminadamente a civiles». «Aquellos días fueron complicados, llegué a no localizar a mis hijos durante horas. Finalmente conseguí huir a una zona más segura y nos instalamos en un campo de desplazados durante tres meses», relata. Recuerda cada paso dado y cada fecha.
Denuncia que en numerosas ocasiones han tenido que abandonar «zonas humanitarias» y que no había ningún lugar seguro para los civiles. Los dos millones de habitantes de Gaza se han estado moviendo como en una ratonera sin salida en tan solo 365 kilómetros cuadrados. «El peor día de este año de guerra fue hace poco», señala mientras coge fuerza para recordar uno de sus momentos más traumáticos. Fue el pasado 18 de agosto cuando un tanque bombardeó la casa en la que estaban sus dos hijos dentro en el barrio de Khuza’a (Jan Yunis). «Elhamdoliah, están a salvo, pero yo no estaba con ellos, les dejé en casa y esta idea me aterra. No supe de mis hijos durante toda la noche y lo pasé muy mal», lamenta. No estaba con su familia porque Amina es psicóloga y en todo este tiempo ha estado atendiendo a las víctimas de su propia guerra.
El personal sanitario ha tenido un papel crucial ante los incesantes ataques. El ministerio de Sanidad local, controlado por Hamás, elevó a 41.638 personas muertas y a otras 95.280 heridas durante la ofensiva israelí. «Nosotros hemos dejado a nuestras familias y hemos tenido mucha presión para sacar adelante nuestro trabajo en circunstancias realmente extremas», asegura. Unas condiciones marcadas por la insuficiente ayuda humanitaria y el bloqueo de su entrada por parte de las autoridades de Israel. «Nunca olvidaré las caras de mis compañeros al enterarse de la muerte de sus familiares y allegados», añade.
Amina explica que con su marido han optado por dividirse, las niñas están con ella y los dos chicos con su padre. «Lo que más nos preocupa es que nos pase algo a los dos a la vez», añade. Ella trabaja con heridos y mutilados. «Hace unas semanas sentí que no podía más y tenía un dolor en el pecho, un fuego dentro de mi corazón, pero aquí sigo», dice. Atiende a diario numerosos casos y lidia con las heridas de la guerra, pero sobre todo tiene que escuchar el desgarrador testimonio de quienes lo han perdido todo. «Yo les veo, hacemos sesiones, veo las heridas, escucho lo que necesitan. Sí, necesitan sesiones con psicólogos. Intento animar a mis pacientes, pero es difícil un año después, es difícil porque la causa del trauma sigue presente«, concluye.
Todos los días ve a 50 niños con manos y pies amputados. También menciona el trabajo de las mujeres. “Las gazatíes han cruzado las montañas más altas”, reconoce el trabajo de aquellas que han estado sosteniendo la vida. Las mujeres han estado horas y horas despiertas para conseguir un poco de agua o comida. Las que se las ingenian para cocinar algo al fuego y al aire libre. «Son madres, hermanas e hijas con toda la carga que supone», reitera. Está convencida de que su trabajo es imprescindible. La salud mental de este pueblo desgastado y hambriento está mermada después de un año. La gente está muy cansada, explica, «los pensamientos el suicidio han aumentado muchísimo con la guerra». La falta de esperanzas y perspectivas conducentes a la paz. Les lleva a decir «que ya no puedo más, es un lugar sin vida», concluye la psicóloga.