lo que las palabras del año dicen de nosotros
Lo bueno del lenguaje es que siempre es una democracia. Y hay algo admirable en la fuerza de los hablantes para resistir los embates de los gabinetes de comunicación política y los lingüistas, tan interesados en domar el verbo: los primeros por interés y los segundos por miedo al caos, esto es, a la belleza. Aquí seguimos censurando espóilers y no destripes, y el desdoblamiento de género tiene la seriedad de una corbata y un atril, poco más. Por eso las doce candidatas a palabra del año según la FundéuRAE, elegidas por su frecuencia de uso y su interés lingüístico, no dibujan el tiempo que deseamos, ni siquiera el que vivimos, sino el que creemos vivir, el que contamos. En esta selva nuestra no existen los bulos, sino el fango, concretamente el de Valencia, símbolo perfecto de una catástrofe que ni todas las toneladas de retórica estatal y autonómica vertidas en los medios (antipolítica tampoco está en esta lista, por qué será, tampoco seudomedio o fachosfera) han podido ocultar.
Dana, claro, es otra de las elegidas. Liberada ya de su condición de acrónimo y convertida en sustantivo, se ha colado en el vocabulario cotidiano y en la memoria, y en ese viaje ha ido perdiendo fuerza la definición técnica en favor de la tormenta fuerte, de la lluvia torrencial, del peligro, quizá del miedo. Ha ocurrido lo mismo con mena, otra candidata a resumir el año, escogida por formar parte de otro de los «debates políticos más presentes en distintos lugares». Como ‘muggle’, aquella voz inventada por J. K. Rowling para señalar a los no magos, esconde en su fonética algo incómodo, despectivo, chungo. Tal vez ahí esté la clave de su éxito. No está tan lejos de ‘nigger’…
De la vivienda hay tres términos que estiran el problema en diferentes direcciones. La turistificación hace referencia al impacto de la masificación en las ciudades: el alza de los precios del alquiler, los éxodos interurbanos, los codazos, etcétera. Este ya va siendo un problema que une a cada vez más gente, una mala noticia que, en parte, pudiera ser buena: es como estar de acuerdo en la gripe, que es lo que vino a decir Pla de la epidemia de 1918. El neologismo inquiokupa, también de fonética agria, alimonada, toma fuerza entre los propietarios. Los inquilinos, en cambio, utilizan más micropiso, un hallazgo que se define solo y se entiende mejor cuando se usa al lado de la única palabra del mundo económico que tiene sitio en esta lista, reduflación, o sea, el arte de empequeñecer las cosas y cobrar lo mismo que antes. ¿Pero España no iba bien, como un cohete?
La gordofobia coincide, ay, con el año Ozempic y las campanadas de Lalachús. Y aunque los pellet nos quedan lejísimos, nos recuerdan, al menos, que las preocupaciones nacionales duran lo que una campaña electoral. Hace meses, también, de la noche en que los titulares de todo el país se llenaron de narcolanchas, engrosando la nómina de construcciones similares: narcotráfico, narcoviolencia, narcodólar, narcosubmarino… Y ha vuelto woke, que nunca se fue, pero que parece haber salido reforzado de la segunda electoral victoria de Trump. A nadie se le ha ocurrido todavía una alternativa en español. Ni siquiera el significado que propone la FundéuRAE es preciso: «Sensible ante las injusticias». Y ha vuelto woke, que nunca se fue, pero que parece haber salido reforzado de la segunda victoria electoral de Dondald Trump. A nadie se le ha ocurrido todavía una alternativa en español. Ni siquiera el significado que propone la FundéuRAE es preciso: «Sensible ante las injusticias».
Y de la revolución de la inteligencia artificial, nos queda la alucinación, que es el nombre que le hemos dado al cortocircuito de los chatbots, que de pronto o mienten o inventan o creen que Pedro Sánchez siempre ha llevado barba. Aunque eso quizás sea verdad, si se repite lo suficiente.