la ruta maldita de toxicómanos y prostitutas de San Cristóbal
Vaya por delante que San Cristóbal de los Ángeles nunca ha sido ni es un barrio marginal, sino de gente obrera. Las estaciones de Metro y Cercanías y las marquesinas de autobús están hasta los topes en las horas punta los días laborables. Pero este vecindario de 27.000 habitantes, con una de las rentas más bajas de Madrid y donde la limpieza viaria parece una utopía (los niños juegan entre papelinas y los pocos barrenderos no dan a basto), lleva semanas sumido en ese caos sostenido que han traído las mafias de los nuevos narcopisos.
Rezuma la ley del silencio en muchas esquinas, sobre todo en las áreas interbloques; un mutismo de doble rasero: el que da la impunidad de tener a mano puntos de venta de droga para chutarse y el de quienes no tienen más remedio que convivir, con miedo y asco, entre tanta inmundicia. Prado de la Mata es una de las líderes vecinales históricas de Madrid. Esta mujer de convicciones pasó un tiempo como concejal de IU intentando poner en el centro del debate político que el sur también existe más allá de un verso de Benedetti.
Ahora, la salud no le permite seguir presidiendo la asociación del barrio, pero continúa sin morderse la lengua. Porque hay portavoces que, pese a todo lo visto y vivido, tienen miedo a dar la cara cuando el enemigo son los narcotraficantes: «En San Cristóbal, nos sentimos abandonados institucionalmente por parte de todos; por ejemplo, no hay luces de Navidad porque dicen en el ayuntamiento que han tenido problemas con la empresa. Eso sí, hay mucha presencia de la Policía Nacional. Ha venido el delegado del Gobierno y se está trabajando desde la Junta del Distrito de Villaverde. Pero todo va tan lento, que parece que no dan a basto«, explica De la Mata a este periódico.
Según fuentes policiales, en los últimos tiempos se han practicado una treintena de entradas y registros en San Cristóbal por este tipo de asuntos. Es más, hay un incremento de efectivos, y mayor dotación de medios, además de «un constante análisis de la situación para conseguir la máxima eficacia en las actuaciones policiales».
Refuerzo policial
Desde Participación Ciudadana de la comisaría de Usera-Villaverde (ambos territorios comparten distrito policial, uno de los más complicados de la capital) «son constantes las reuniones mensuales» con asociaciones de vecinos, culturales, empresariales y docentes. Por parte de Seguridad Ciudadana, indican que la presencia policial es continua, tanto de uniforme como de paisano. Y, a nivel de Policía Judicial, «se han intensificado las investigaciones sobre estos delitos contra la salud pública». La labor de vigilancia y fiscalización del delito no cesa, pero la solución de esta lacra requiere un abordaje multifactorial, no solo represivo.
Hace 20 años salió el eslogan «San Cristóbal no es el Bronx de Madrid», una pancarta con la que miles de residentes salieron a manifestarse cuando los problemas eran las carreras de coches ilegales y el trasiego de toxicómanos en las últimas que utilizaban el barrio y su estación de Cercanías como desfiladero para llegar al cercano asentamiento de El Salobral, entonces el mayor del país, donde se despachaba cocaína y heroína, y que ya casi nadie recuerda hoy. Las administraciones implicadas entonces, Ayuntamiento y Comunidad de Madrid, se pusieron las pilas y destruyeron las chabolas en unos meses, tras el grito vecinal. Eran otros tiempos. Ahora, San Cristóbal no es un lugar de paso; es el lugar. Hace días, volvieron a salir a las calles a protestar «por un barrio para vivir».
Son las 12.30 de un martes de primeros de diciembre y, a una pequeña glorieta de la calle de Godella, llega un turismo blanco, un modelo algo antiguo, y el conductor solo tiene que esperar diez segundos en plena rotonda. Aparecen tres toxicómanos como tres zombis dejando un hedor a putrefacción a su paso. Rápidamente, suben al coche, que no deja de ser una de esas ‘cundas’ o ‘taxis de la droga’ que hasta ahora se veían salir desde Embajadores o Sierra de Guadalupe hacia poblados como la Cañada Real y, antes, las extintas Barranquillas. Cinco euros por pasajero y viaje, con único destino la ventana de un piso bajo, okupado, claro. Al chófer los narcos lo tienen a sueldo a base de micras o incluso de basuco.
El pasado septiembre, tras años de idas y venidas (con distintas entradas y registros e incluso secuestros de menores de edad para venderlas sexualmente), se acabó por el momento con los narcopisos de la calle de San Dalmacio, en un polígono de Villaverde.
Los clanes de la Cañada Real
Pero la droga es como la energía o la mala música: no se destruye, se transforma. Y ahora los que llevaban esos puntos de venta, en estos casos dominicanos, se mudado al cercano San Cristóbal. En esa estructura criminal no faltan los del escalón inmediatamente superior, que son los clanes de toda la vida que mandan en la Cañada Real; pero los golpes policiales y la tendencia a que estos vayan acompañados de demoliciones de sus búnkeres están haciendo a los Jiménez, los Gordos, los Fernández, Los Emilio, Los Bruno y demás parentela diversificarse en dos direcciones: la droga de siempre, la coca, el caballo y el crack, además de hipnosedantes, ‘tusi’, mefedrona y MDMA, a los narcopisos de los barrios desfavorecidos (como Caño Roto, como Lavapiés, como Villaverde, como Puente de Vallecas, como Tetuán…); y aprovechar, por otra parte, el filón de las plantaciones de marihuana, tan baratas de mantener (y poco penadas) y tan fácil de vender a mafias chinas para sacarlas de España rumbo al Reino Unido y países del centro y el norte de Europa, donde se pagan a precio de lingotes de oro.
Hasta hace unos días, para completar el desastre, se había desplegado un campamento de toxicómanos en el puente de uno de los accesos a San Cristóbal desde la avenida de Andalucía. En plena ruta de colegios y comercios. Ahí, las autoridades no hicieron oídos sordos y fue desmantelado.
Pero desbaratar un narcopiso lleva mucho más trabajo y tiempo. Los que trafican saben que les sale muy rentable. Por un lado, son pisos okupados (proliferan en el barrio las ventanas y balcones tapiados con ladrillos que dejan al descubierto su pasado más inmediato). Y, además, al tratarse oficialmente de viviendas, la Constitución les ampara por el derecho a la inviolabilidad del domicilio; al menos, hasta que una investigación colme de pruebas el despacho de un juez al que los agentes convenzan tras meses de vigilancias de que allí no se vive, sino que más bien se va a morir. Porque realmente es la ‘sede social’ de un negocio llamado narcotráfico. En 2023, hubo 97 registros en Madrid (62 en la capital), con 244 detenidos y 41 kilos de cocaína, 67 de hachís y 73 de marihuana aprehendidos; calderilla para todo lo que se mueve.
San Cristóbal tiene ya su propio mapa de narcopisos: calle de Godella, 127 (un bajo); Godella, 136 (un tercero); Godella, 173, en una quinta planta; y Rocafort, 24 (otro bajo). «Pero hay un edificio al principio de la calle de Moncada en la que se vende en casi todas las viviendas», explican, muy bajito, dos chicas extremadamente jóvenes que cuidan de un bebé con su carrito. «Sí que tenemos miedo al pasar por aquí. Los toxicómanos están siempre peleándose y gritando entre ellos, en su idioma», aciertan a decir, para luego meterse en el portal de Godella, 127, donde residen.
En la trasera de este edificio es donde no paran de juntarse drogodependientes, algunos con edad de ir a clase, pero castigados físicamente como quienes remaron en galeras, para golpear en las persianas de uno de los bajos. También para al lado un VTC, cuyo conductor aprovecha un descanso para pillar algo. Les atienden a través de una ventana desde la que apenas se ve el desorden de un dormitorio con literas.
«No hay derecho a vivir así»
Una septuagenaria, encargada de una ferretería justo al lado, tiene que «aguantar cómo pasan los yonkis durante todo el día por delante del negocio». Uno de ellos aprovecha el descuido durante la conversación con ABC para acercarse por detrás y agarrar una bolsa del suelo con no se sabe muy bien qué hay dentro, y llevársela unos metros más allá como un perro esconde su presa. «La Policía nos ha dicho que, en cuanto veamos cualquier cosa extraña, les llamemos. Y eso es lo que hacemos, porque no hay derecho a vivir así», se queja.
Una patrulla no cesa de transitar la zona, plagada de personas que parecen ‘zombis’. Identifican a sospechosos, circulan por las calles más calientes, intentan disuadir a compradores y aguarles un poco la fiesta a los camellos. No falta, entre tanta miseria, una casa de apuestas, más llena que un bar a la hora del aperitivo.
El desfile de mujeres con poca ropa y muchas ojeras llama la atención. «Cada vez son más las chicas prostituidas de Marconi que atraviesan la avenida de Andalucía y vienen a los narcopisos de aquí a comprar su dosis», relata José, vecino de toda la vida y que coincide en este diagnóstico con Prado de la Mata. El polígono del otro lado de la carretera lleva décadas convertido en un almacén de venta y consumo de trata de mujeres. Aunque en la zona más cercana a las viviendas de Marconi se ha relajado el problema, unas naves más allá, en la zona conocida como El Gato, son explotadas sin misericordia.
«Sé que son enfermos, pero no hay derecho a que nos encontremos a los toxicómanos en los descansillos de los bloques pinchándose o durmiendo en los portales», clama José en este rincón de Madrid que también madruga, suda y paga impuestos.