La caída de la dinastía Al Assad abre una realidad fragmentada en Siria tras medio siglo de autocracia y guerra
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El país inicia un periodo de transición e incertidumbre a la sombra de una posible «balcanización» y ante la amenaza de un «modelo libio»
MADRID, 8 Dic. (EUROPA PRESS) –
El final esta madrugada de la familia Al Assad, tras más de medio siglo gobernando Siria con puño de hierro, representa la eliminación de un instrumento de cohesión concebido a golpe de atrocidad contra el pueblo sirio y la apertura de una nueva era marcada especialmente por la guerra civil precedente, así como por la existencia numerosos grupos políticos y armados diseminados por el país, condicionados muchos de ellos por potencias extranjeras como Estados Unidos, Rusia o Turquía.
El presidente sirio, Bashar al Assad, ha dejado el poder por la fuerza, incapaz de contener el avance imparable de un heterogéneo colectivo de fuerzas de oposición que comprende a yihadistas, milicias kurdas cargadas de reivindicaciones históricas, grupos armados rebeldes asistidos por Turquía y un conglomerado de facciones locales del sur del país. Su régimen ha caído después de una ofensiva de estos grupos de oposición desde varios frentes, principalmente desde el noroeste y el sur del país, más el empuje adicional de los grupos kurdos en el noreste sirio.
Las primeras horas de la Siria sin los Al Assad han estado marcadas por llamamientos internacionales a evitar la «balcanización» de un país donde ahora mismo coexisten una administración kurda establecida en el noreste (la Rojava), un bastión yihadista en la provincia de Idlib y un vacío político en una capital que se está convirtiendo a lo largo del día en el germen de un esfuerzo para comenzar un diálogo de transición, de resultado todavía incierto, en especial después de 15 años de guerra civil que ha costado más de 350.000 vidas y una crisis humanitaria catastrófica, según la ONU.
El conflicto no ha terminado ni mucho menos: Turquía sigue emprendiendo su campaña militar contra los grupos kurdos a lo largo de su frontera con el norte de Siria, los mismos que han recibido el apoyo de Estados Unidos para combatir a las células itinerantes de la organización yihadista Estado Islámico que todavía pululan por el país, y tienen a miles de familiares e hijos retenidos en condiciones infrahumanas en las cárceles kurdas como la de Al Hol. «Lo último que nos faltaba», reconoció este fin de semana el asesor de seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, «es que Estado Islámico volviera a explotar en este escenario».
A todo esto hay que añadir un escenario regional también marcado por la transformación constante a través del conflicto, próximo o más lejano.
La erosión causada por guerra en Ucrania llevó a Rusia a reducir el respaldo imprescindible que concedía a Al Assad para sujetar a los grupos de oposición. Israel, por su parte, ha declarado roto el histórico acuerdo de separación con Siria y ha entrado en la zona desmilitarizada del Golán.
Estados Unidos, por su parte, aborda esta nueva era en plena transición al retorno de Donald Trump, quien este pasado sábado declaraba su intención de desvincularse de todo este asunto, un deseo que quizá no pueda ver cumplido en un país deshilachado. Los hombres fuertes de Siria, a la espera de ver el comportamiento del aparente líder de la ofensiva, el jefe de los yihadistas de Hayat Tahrir Al Sham, Abú Mohamed Al Golani, han desaparecido.
EL FIN DE UNA ERA
Lo ocurrido esta madrugada representa el final de Bashar Hafez Al Assad y del legado de su padre, Hafez, un oficial de la fuerza aérea que ayudó a liderar la toma del gobierno por parte del Partido socialista Baaz en 1963 antes de asumir él mismo el poder mediante un golpe militar incruento en 1970.
Su hijo asumió el poder en el año 2000 bajo promesas de un camino de reformas, liberalización económica y cierto aperturismo democrático que cayeron en saco roto al año de llegar al cargo, cuando empezó a sofocar todo amago de oposición política.
Cuando en 2005, los grupos de oposición se unieron para emitir una declaración en la que exigían elecciones parlamentarias libres, Al Assad respondió encarcelando a sus principales firmantes, marcando el patrón que seguiría durante el lustro siguiente hasta el estallido en 2011 de la Primavera Árabe en el país, el comienzo de la guerra civil siria.
Dos años después, Estados Unidos ya estaba acusando a Al Assad de la comisión de atrocidades al declararle responsable de un ataque químico con gas sarín que dejó 1.400 muertos cerca de Damasco. El Gobierno de Al Assad responsabilizó del ataque a extremistas islámicos, pero acabó aceptando un plan ruso-estadounidense para que observadores internacionales asuman el control de las armas químicas de Siria.
En 2015, la guerra se convirtió en un punto de inflexión con la incorporación definitiva de Rusia en una campaña militar con apoyo técnico de Irán que logró paralizar las operaciones rebeldes y yihadistas, confinados hasta hace solo doce días a menos de la mitad del país en medio de una relativa calma.
Siria, sin embargo, estaba cogida con pinzas, como ha demostrado la fulgurante ofensiva que ha puesto fin a un régimen a esas alturas deslegitimado por completo por Estados Unidos y sus aliados, que se negaron a reconocer al mandatario como ganador de las últimas elecciones de 2021. Al Assad tampoco se libró en los últimos años del escepticismo de países árabes que apuntaban a Siria como centro de producción del narcotráfico — la anfetamina Captagon — para financiar las operaciones militares contra la oposición.
El presidente se encuentra ahora en paradero desconocido, lejos ya de un país que comienza a partir de ahora una transición enormemente difícil. El peor escenario que contemplan los analistas es un «modelo libio», caracterizado por la desaparición de un líder autocrático (Gadafi, linchado hasta la muerte en octubre de 2011), fragmentado entre autoridades paralelas y una ausencia de Estado de Derecho rellenada por grupos armados de toda índole, y donde los civiles acabarían siendo una vez más la primera víctima del caos en un país donde, recuerda la ONU, más de 16,7 millones de personas están en situación de emergencia alimentaria.