Piedad Bonnett: «Todavía me encuentro con gente por la calle que me abraza y me dice: yo también perdí un hijo»
Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, 1951) no cree en Dios, y por eso escribe. O tal vez sea porque una vez fue una adolescente que no paraba de vomitar y necesitó ponerle nombre a ese dolor que el psiquiatra había llamado melancolía. O porque un músico de la canción protesta quiso publicar su primer poema cuando ella aún no creía en talento. O quizás fue algo inevitable, porque en el fondo el ser humano es un animal que nace solo y muere solo pero ella nació en la fe de la poesía, en el deseo de comunicar que estamos aquí y seguimos vivos de momento, agarrados a la existencia, armados con palabras. Así lo explica ella. —Su último libro, ‘La mujer incierta’ (Alfaguara), una suerte de memorias, lo abre con una cita de Margarita García Robayo: «Aunque mucha gente cree que al escribir uno se desnuda, en realidad uno se disfraza». ¿Hasta qué punto se desnuda en la literatura?—La poesía es donde mejor se desnuda uno. O donde más involuntariamente se desnuda uno, mejor dicho. Porque la poesía va muy unida a la pura experiencia. Ahí como que corremos más riesgos. En la novela, en cambio, tú te camuflas: es un maravilloso instrumento de camuflaje, nadie puede decir hasta dónde eres tú y hasta dónde no. Pero hay libros donde te desnudas de verdad, las obras de no ficción. En este libro todo lo que lees es verdad. Pero hay algo cierto en lo que dice Margarita. Tiene que ver con el arte de la omisión: yo sabía exactamente qué no iba a decir. Hay muchas cosas muy fundamentales que no digo en el libro. —¿Hay cosas que no nos podemos contar ni a nosotros mismos?—Tal vez, pero yo siempre me he contado toda la verdad a mí misma: no tengo el poder de engañarme. Lo que me da reparo es todo lo referido a mis padres. Me da miedo de pronto crear susceptibilidades o romper también lazos. De hecho, una persona que menciono ahí ya se peleó conmigo. —En el libro narra el descubrimiento del cuerpo, que va unido al dolor. De alguna forma, ¿crecer es hacerse consciente de que somos carne, de que somos materia, materia que se corrompe? —Absolutamente, aunque en mi caso la conciencia del cuerpo fue tempranísima. En la juventud la gente no percibe el cuerpo. O lo percibe como un goce. Pero yo siempre tuve el cuerpo como una tortura. Para mí es un tema muy importante. Tengo muy grabada la cantidad de sufrimiento por el que pasé entre los catorce y los treinta y cinco años: sufrí mucho del alma y del cuerpo. Mi cuerpo es muy vulnerable. —¿Cómo fue esa revelación? —Ya muy chiquitita mi mamá me decía que yo era una niña nerviosa. Y me daban unas gotitas de valeriana cuanto tenía seis o siete años: ahí tuve conciencia del cuerpo. También la tuve cuando percibí que a mi mamá yo no le parecía tan bonita. Ella era una mujer lindísima y nunca me dijo que yo fuera fea, pero me arreglaba un poco, al contrario que a mi hermana. Yo no estaba a la altura de sus expectativas. Y ya a los catorce años… Es que yo me la pasaba vomitando. Y era ansiedad, pero los médicos no decían esa palabra. El primer psiquiatra que me vio me dijo que yo tenía como nostalgia, melancolía. Ahí ya empecé a percibir que había en mí una cosa muy devastadora que terminaba en el cuerpo. Y cuando me dio la depresión, a los treinta, fue muy duro. Son dos cosas que van juntas: la vulnerabilidad del cuerpo y la psíquica. Sin embargo, a nadie que tú le preguntes por mí te va a decir que me ve vulnerable. —¿Lo lleva por dentro?—Siempre. Yo era una niña superlíder. Era una niña alegre, rebelde, con picardía. Pero en el fondo de mí había una cosa oscura. Y de alguna manera sigue ahí. «En la juventud la gente no percibe el cuerpo. O lo percibe como un goce. Pero yo siempre tuve el cuerpo como una tortura»—Le cito: «Por la misma época en que me descubrieron la úlcera duodenal, a los quince años, supe que mi destino era ser escritora». ¿Su escritura siempre ha ido ligada al dolor? —Siempre he tenido una necesidad de decir, incluso de confesar. Algunas personas somos así: necesitamos contar algo de nuestras vidas para sublimar o tramitar o buscar compañía. Pero no puedo contarlo todo. A mí el impudor de Annie Ernaux me estremece. No tengo esa capacidad de abrir toda la intimidad. Me parece aterrador. Lo respeto, llego a admirarlo, aunque yo no lo haría jamás. —Pero siempre ha convertido su vida en literatura: en su poesía, en sus ensayos, en sus novelas, en sus artículos. —Es que no existe una literatura separada de la vida. En ningún caso está separada, ni siquiera en la del más intelectual de los escritores. La literatura es una cosa muy poderosa, se apodera de ti. Vas andando por la vida pensando en lo que quieres escribir, mirando el mundo para escribirlo. Eso es lo que más me asombra de este oficio. Hay gente que dejó de escribir, como Rulfo: yo no sé cómo se hace. Para mí es una obsesión. Y es mi salvación. Si yo no tuviera esto no sé dónde estaría. —¿Y sin el humor? ‘La mujer incierta’ está escrita desde una distancia a veces irónica.—Imagínate cómo sería esta historia en tono solemne: acabaría contándome como una víctima, sería fatal. Odio el trascendentalismo y la solemnidad. Me parecen cosas ya ridículas. Yo crecí rodeada de sentido del humor: mi madre era sarcástica, sardónica, irónica, graciosa; aún vive, pero ya no tiene ese humor. Siempre he tenido la capacidad de burlarme de mí misma, de caricaturizarme. Pero una cosa es la literatura y otra la vida. Yo diría que más que en mis novelas la ironía está en mi poesía. La ironía es una forma de conocimiento muy eficaz. —En sus últimos poemas habla mucho del amor, del deseo. «Todavía en la carne de aquel que envejeció alienta el deseo, / como en la noche habita la memoria del día / y en medio del otoño / el verano persiste a ramalazos», dice uno.—Jamás desaparece el deseo en la vida. Pero sí se atenúa. Y en las mujeres se atenúa más. Chantal Maillard me dijo que las mujeres no sufríamos tanto como los hombres porque en el hombre el deseo tiene como un acicate muy grande aún en la vejez. En las mujeres el deseo es menos físico, más mental: la belleza, la belleza del hombre, la juventud del hombre… O bueno, de la mujer. Depende. Pero en el hombre hay como un deseo de tocar tremendo [y ríe].«Jamás desaparece el deseo en la vida. Pero sí se atenúa. Y en las mujeres se atenúa más. En los hombres siempre hay como un deseo de tocar tremendo»—Otro de los temas de estas memorias es la libertad: hasta qué punto uno puede ser libre o está condicionado por su origen, su educación, su religión, su género. ¿Hasta dónde llega su libertad?—Yo conozco a gente verdaderamente libre. Y la envidio, porque yo no lo soy. Me encantaría, pero no. Y no creo esto porque yo no haya vencido un montón de determinismos, porque sí lo he hecho. Logré vencer muchos prejuicios y sobre todo logré vencer el miedo a mí misma. Pero la libertad absoluta, como enseña la filosofía, es una cosa muy difícil de conquistar, porque tenemos apegos. Y son apegos a veces muy tontos. Por ejemplo, yo no tengo la libertad de irme a vivir a cualquier país. Tengo el dinero, pero no la libertad. Porque amo mi ámbito, tengo mis apegos aquí, en Colombia, aquí están mis amistades. Hay algo que me retiene. Yo soy mujer sedentaria. Toda la vida he tenido unos miedos que son muy tontos, pero son miedos.—¿Por ejemplo?—Le tengo miedo a muchas cosas. Le tengo miedo a perder un hijo, otro hijo. Miedo a perder a alguna de mis nietas. Miedo a perder la cabeza. —¿Y a la muerte? ¿Le tiene miedo?—También, pero lo que me da miedo realmente es la conciencia en el momento de la muerte. Me da miedo no saber cómo voy a reaccionar. Me da miedo que de pronto me dé un ataque de pánico porque me voy a morir. Que no pueda entrar en una circunstancia plácida allá. La mejor amiga de mi hija optó por la eutanasia, con dos chicos de quince y veinte años. Y yo querría tener esa valentía. Es decir: lo que temo es que no sepa ser valiente a la hora de la muerte.—Ida Vitale me dijo: «Desearía morirme de golpe, claro está, pero no debajo de un autobús». —[Ríe] Yo creo que todos queremos algo así. Yo quiero dormirme. Porque además sueño mucho.—En ‘Lo que no tiene nombre’ exploró el suicidio de su hijo, Daniel, que tenía esquizofrenia. ¿Cómo se afronta la escritura de algo así?—Fue inevitable, un recurso de salvación. Fue ese mismo recurso de cuando yo tenía catorce años, estaba en un internado y escribía poesía… La poesía es una posibilidad de trascendencia para los que no creemos en Dios. Y para mí eso es la literatura [deja un silencio breve y grave]. Cuando murió Daniel, yo no pensé: bueno, voy a escribir un libro para curarme. A ningún escritor se le ocurre eso. Yo escribía, primero, para indagar. Para indagar quién había sido en verdad Daniel, cuáles fueron los errores, cómo trazó él ese camino. También para hablar de lo que no podemos controlar. Del horror que nos viene de no sé dónde, de la genética o de donde quieras… El proceso de escritura fue muy impresionante. Daniel se había muerto hacía solo dos meses. Cuando yo me senté a escribir ese libro, ese dolor estaba muy vivo. Sentía el terrible desconcierto de la muerte. Porque una muerte por suicidio desconcierta, aunque tú la hayas previsto. Me venían sus recuerdos muy vivos, las lágrimas salían solas: el dolor es así, de pronto tú ves que estás llorando. Y yo lloraba, yo lloraba y hacía como una pausa, y luego me preguntaba: ahora cómo escribo esto. Y al preguntármelo me serenaba. De pronto me metía en un terreno racional. La literatura fue una muleta que me ayudó a pasar esos meses tremendos después de la muerte. Sin saber cómo me surgió una fortaleza tremenda, una fortaleza para no dejarme aplastar por el dolor. —Piedad, ¿enseña algo el dolor?—Tremenda pregunta [y suspira]. Hay cosas de las que nunca aprendemos. Por ejemplo, del amor. Uno nunca aprende del amor, el amor siempre es una experiencia diferente. Pero del dolor sí aprendí. Aprendí que todo dolor tarde o temprano se pone en un lugar… La vida está diseñada para que el dolor encaje en algún momento en esa misma vida. Esta es la lógica: pierdes una cosa tan importante como un hijo, pero no vas a estar llorando toda la vida. Lloras por momentos. Yo todavía lloro. Pero el dolor no es una cosa que esté todos los días ahí y no te deje vivir. Tal vez aprendí eso del dolor.—De alguna forma la vida está diseñada para hacernos continuar, ¿no? —Eso creo. Mira a tu alrededor: todo el mundo tiene penas y todo el mundo sigue ahí. Lo que pasa es que se te quita la alegría. Yo tengo muchas alegrías cotidianas, pero esa alegría fundamental, esa que tienes cuando eres muy joven, que tienes como unos momentos de euforia tremendos, esa alegría yo ya no la tengo. «La vida está diseñada para que el dolor encaje en algún momento. Esta es la lógica: pierdes una cosa tan importante como un hijo, pero no vas a estar llorando toda la vida»—En ‘Cicatrices’ escribe: «No hay cicatriz, por brutal que parezca, / que no encierre la belleza. / Una historia puntual se cuenta en ella, / algún dolor. Pero también su fin». ¿La palabra ayuda a cicatrizar?—Yo he hablado con todo tipo de personas y en sitios inverosímiles sobre el suicidio de Daniel. Y tengo claro que la palabra sí ayuda muchísimo a cicatrizar. La gente que deja algo así sin nombrar, que no vuelve a hablar nunca de una cosa así tiene una herida mucho peor. De pronto pueden aflorar unas cosas aterradoras.—En el silencio todo es peor, más terrible todavía.—Una vez, en una charla, una mujer muy anciana me dio las gracias y me dijo: mi hijo se suicidó hace treinta años y nadie lo ha vuelto a nombrar en esta familia, y usted ahora me ha hecho comprender que puedo volver a hablar de mi hijo. Hay tantas familias que sofocan cosas muy duras, muy tristes, con el silencio… Y eso queda ahí como un tumor enquistado.—¿Nunca ha tenido fe en Dios? —La tuve, como creo que todos. Pero mis hijos, por ejemplo, no han tenido fe, porque yo no los crie con fe. Pero yo sí la tuve y me dio muy duro cuando dejé de creer. Me sentía como huérfana. —¿Cuándo fue?—Como a los quince años. Había salido del internado, leía mucho y empecé a pensar en la lógica de la vida. Y de pronto dije: Dios no existe [sonríe]. Y así fue, como un golpe, como una revelación. Y ya eso no tuvo reverso nunca.Noticia Relacionada EN PERSPECTIVA opinion Si Memorias, verdad y mentira Piedad Bonnett Los textos autobiográficos nos ponen en riesgo. Escribir sobre uno mismo exige una inmersión en el yo que implica un ejercicio de autoconocimiento—En unos días recogerá el premio Reina Sofía de poesía. ¿De qué hablará en su discurso?—De la inconmensurable soledad del ser. La poesía nace de la conciencia de que estamos profundamente solos. Y por más que tengamos amigos, familia, trabajo, o algo que le dé sentido a la vida, en el fondo sabemos que estamos profundamente solos. Que morimos solos, que a la hora de los grandes golpes estamos solos. De ahí, de esa conciencia de que somos nada, es que nace la poesía. La poesía nace de esa conciencia de soledad profunda, y sin embargo tiene un enorme deber de comunicar al otro. Por eso la poesía es una forma de fe. Es un acto de fe en la vida, la poesía. —¿Toda poesía es vitalista, entonces?—Sí, por más fanática que sea y más espantosa, ya es una fe en la palabra. Y eso es una compañía, porque el poeta está lleno de todos los que lo habitan, que son todos los poetas anteriores. Es una belleza. —Lo dijo Whitman: «Yo contengo multitudes». —Mi poesía se nutre de la vida, de la mirada sobre el otro: el soldado, el que va a la guerra… Se sale del yo: si no sería horrible. Hay una relación con el otro que es profundamente empática. La literatura nace de ahí también. Cuando tú enuncias tu propio dolor, de alguna manera, aunque no lo digas, estás hablando del dolor de muchos. Cuando yo hablo de Daniel no estoy hablando solo de mi dolor, sino de todos los que hemos perdido un hijo. Estoy diciendo: yo perdí un hijo. Y otra persona allá lejos está diciendo: yo también. Es por eso que uno escribe. Todavía hoy me encuentro con gente por la calle que me abraza y me dice: yo también perdí un hijo.